TÚNEZ, La rebelión exitosa
por El Alaoui Hincham Ben Abdallah
Los tunecinos derribaron un régimen despótico que había virado a la cleptocracia –un sistema basado en el robo y la corrupción– y también a una autocracia represiva. El poder estaba encarnado en una familia que saqueaba a la sociedad. La inmolación de un joven bachiller desesperado que vendía frutas y verduras en su carro ambulante disparó una revuelta que pudo con uno de los regímenes más represivos del mundo árabe. Sin embargo, en la región no faltan las dictaduras.
Este heroico levantamiento de un gran pueblo vale como ejemplo. Imprevisible, sin real liderazgo político, la rebelión se benefició de su carácter no estructurado. De haberlo tenido, es probable que el régimen la hubiera aplastado. Unidos por la única lógica del “hastío” contra la autocracia de Zine el-Abidine Ben Ali, los insurgentes estuvieron conectados vía internet, un tipo de comunicación que el régimen no había sabido anticipar (a pesar de las enseñanzas del Movimiento Verde en Irán, reprimido en 2009 por la teocracia en el poder). En menos de un mes, la rebelión logró derrocar una dictadura que, durante casi un cuarto de siglo, hizo de Túnez uno de los países más cerrados de África del Norte y de Medio Oriente.
Las ventajas de tal levantamiento constituyen en adelante su principal debilidad: ausencia de líder, de programa político o de capacidad para hacerse cargo de la sociedad tras el derrocamiento del odiado Presidente.
El país, que cuenta con una de las poblaciones más educadas y mejor secularizadas del mundo árabe, hasta ahora supo evitar cualquier preeminencia de los islamistas radicales. Lo que se perfila no parece proporcionarles la ocasión de tomar el poder mediante la violencia. En consecuencia, si una parte de los islamistas, como la Nahda (1) acepta el juego democrático, convendría integrarlos en el sistema político, para marginalizar mejor a los islamistas radicales.
El sentimiento de incertidumbre, palpable tras la caída y la huida de Ben Ali, se origina en la ausencia de una elite política autónoma capaz de asegurar el relevo del poder y la transición hacia un régimen democrático; entonces, sólo subsisten la elite del régimen derrocado, partidos políticos embrionarios y sindicatos obreros descabezados. De prevalecer el temor al caos, la confianza en la capacidad autogestionaria de la sociedad y el realismo político, podrían emerger estructuras políticas. La juventud será el sostén de una sociedad en búsqueda de democracia, que supo salir de la dictadura sin sufrir irreparables pérdidas humanas.
Trampas para el cambio
Al aproximarse la primera elección fundadora, ¿los nuevos dirigentes contarán, una vez más, con el miedo del islamismo por hacer que los gobiernos occidentales acepten un cuestionamiento de la soberanía popular? La calle en movimiento causa temor a los nuevos tenedores del poder. Preocupados por evitar violentos desbordes, al menos tanto como por preservar una parte del poder del Presidente derrocado, el régimen de transición podría pretender preservar un determinado statu quo. Al organizar elecciones en un plazo cercano, se corre el riesgo de aumentar el peso de las elites deslegitimadas, que se reagruparían para usurpar la etiqueta de la renovación.
El esquema es clásico. Se lo observó a principios de la década de 1990 en Bulgaria y en Rumania, donde el antiguo régimen operaba la conjunción con las elites anteriores para resucitar bajo una nueva apariencia. El caso de Ucrania es todavía más claro: la ruptura es más fundamental (ya que aparece un nuevo Estado), pero los viejos cuadros políticos regresaron en cuanto los disturbios se calmaron.
El hilo de Ariana que une todas esas situaciones es que el pueblo se moviliza contra las odiadas autoridades, y su caída calma de inmediato la presión popular. He aquí el problema central que dificulta cualquier transición allí donde existe una sociedad civil poco organizada. Sin embargo, el levantamiento de enero en Túnez alimenta la esperanza de otras poblaciones árabes. Tanto en Argelia como en Egipto, Jordania, Marruecos, Siria e incluso en Palestina, la experiencia de la emancipación es contagiosa.
Un poco en todas partes, las nuevas generaciones, cansadas de los sistemas autoritarios, se desesperan por liberarse. Pero, precisamente porque era imprevisible, la experiencia tunecina no podría reproducirse de forma idéntica en el resto del mundo árabe. En Túnez, el ejército estaba relativamente separado de los servicios de inteligencia y de represión –incluida la policía–. A menudo mal pagados, a excepción de la guardia presidencial, estos servicios sabían actuar en revueltas circunscritas, cortando de raíz los actos de insumisión. Pero ignoraban cómo acabar con revueltas poco organizadas y extendidas a numerosos estratos.
Diferente de Argelia, donde la dictadura es colegial –y no concentrada en manos de una única persona–, pero similar a Egipto, donde el Raïs focaliza los odios y los rencores, la dictadura tunecina ofrecía un blanco fácil a la vindicta popular. La implicación de la casi totalidad de la familia Ben Ali en el secuestro del país acentuaba aún más el fenómeno. Las dictaduras difusas son más difíciles de desalojar que las que ofrecen un rostro preciso al resentimiento popular, como con el Sha de Irán o Suharto en Indonesia, por no citar más que ejemplos notorios. Por otra parte, las coaliciones oligárquicas disponen de una base más amplia que las dictaduras personalizadas: por lo tanto, son menos frágiles.
Los sistemas autoritarios resultan tanto más resistentes cuanto que conceden una parte del poder al pueblo y, sobre todo, a distintos grupos de intereses. Comparados con Túnez, los poderes marroquí y argelino dieron nacimiento a redes de intereses mucho más extensas y más complejas, con las que se los vinculan. En el caso de Argelia, los ingresos petroleros aglomeran un cuerpo político directamente interesado en mantener el régimen.
Diferencias regionales
El sistema tunecino también tenía la particularidad de transformar las consultas electorales en plebiscitos fúnebres (99,27% de votos en 1989, 99,91% en 1994, 99,45% en 1999, 94,49% en 2004, 89,62% en 2009), que dejaban sin salida a la oposición. Hablando con propiedad, la escena política era inexistente. No es el caso de Egipto, donde el sistema electoral, indudablemente sujeto a un fraude masivo, sin embargo sigue siendo un lugar de polémica y confrontación. Por otra parte, la prensa no está tan amordazada como en Túnez.
Tampoco en Argelia, donde por lo demás el ingreso petrolero permite sortear una radicalización de la cólera popular, al menos mientras la jerarquía militar permanezca a la vez unida, poco visible en la escena política y capaz de integrar –sometiéndola– a una parte de los actores políticos que aceptan el juego de la cooptación. Por otra parte, la salida de una guerra civil de más de una década ha dejado a Argelia exangüe y poco dispuesta a levantarse contra un régimen que triunfó sobre el islamismo radical al precio de unos cien mil muertos. Queda Marruecos, donde hasta ahora el rencor popular no apuntó a la monarquía. Pero una juventud frustrada por la ausencia de perspectivas, un juego político bloqueado, un aparato securitario coercitivo y aplastantes redes clientelistas pueden encontrar motivo para una rebelión. Rebelión que correría el riesgo de radicalizarse, habida cuenta de la complejidad del país. En efecto, allí las divisiones étnicas son al mismo tiempo más numerosas y más profundas, con un proceso de homogeneización menos avanzado.
En todos esos países, un modelo de desarrollo poco dinámico y profundamente desigual, marcado por el clientelismo en el aparato estatal, un fuerte control de la población y la ausencia de apertura de la escena política hacen que los regímenes sean a menudo “fuertes” a expensas de la debilidad de su sociedad civil. Pero basta que se revele el menor defecto en su coraza para que una parte de la contestación se precipite por la brecha y amenace con el desmoronamiento.
En el caso de Túnez, es precisamente el carácter carcomido de un régimen acorralado e ilegítimo lo que cristalizó la revuelta popular. ¿Un fruto maduro a punto de caer? Sin embargo, el poder de Ben Ali pasaba por ser uno de los más sólidos y estables de la región. La falla era invisible y lo que iba a suceder, impensable. Los otros regímenes no son tan frágiles, y no en los mismos niveles. No obstante, su longevidad los convierte en fácil presa de movimientos que de momento son difíciles de imaginar, pero que, a posteriori, parecerán tan ineluctables como el que puso de rodillas al régimen tunecino. La facilidad con la que la dictadura de Ben Ali sucumbió al asalto de los jóvenes testimonia la incapacidad de los aparatos de represión de acabar con los movimientos surgidos de ninguna parte, fulgurantes.
Las disparidades de desarrollo entre las diferentes regiones del país favorecieron la revuelta tunecina. Aunque se realizaron importantes inversiones en las zonas costeras con el fin de alentar el turismo, las regiones del interior fueron abandonadas a su suerte.
La explosión dormida
Precisamente de allí surgió el movimiento que arrastró al régimen. Es cierto que en otros países árabes también existe esta disparidad, pero adopta otra forma. En efecto, una sociedad donde un grupo muy restringido e ilegítimo acapara el sistema político no podría desarrollarse con racionalidad, sin la autonomía de una tecnocracia que actúa a la manera del modelo chino. Y la mayoría de los países árabes sacrifican su tecnocracia en el altar de la corrupción y del autoritarismo. “Trabendistas” (contrabandistas en el mercado negro) y jóvenes angustiados, a menudo diplomados, pueblan las calles donde se los ve apoyados contra la pared: ¿“hittistas” (2) prontos a abrazar el islamismo o, simplemente, víctimas de un sistema que les da muy pocas oportunidades de vivir dignamente? Su desaliento puede expresarse como en Egipto o Argelia (pero, al no provocar cambios, termina por morir lentamente). O como un estado de resentimiento contenido (como en Jordania y Marruecos). A menudo sin percatarse, los regímenes fundan su estabilidad en la apatía de una sociedad que no logra ni siquiera rebelarse. El día en que explota la cólera, lo hace de la manera más ciega y violenta.
En tanto que el desaliento de los jóvenes no llega a involucrarse en un hecho que puede hacer estallar el polvorín, esos regímenes siguen indemnes. Pero la menor publicación en “informaciones generales” de la inmolación de un joven, puede bastar para que toda la sociedad se encolumne detrás de la revuelta, al principio local y regional, y que el régimen se derrumbe en la vergüenza, a una velocidad que desafía el entendimiento.
La influencia del movimiento tunecino sobre el resto del mundo árabe dependerá de su capacidad de democratizar el país. Si la democracia se organiza, probablemente se asistirá a su difusión, en especial en el Magreb. Las reivindicaciones populares se acentuarán, para terminar exigiendo pluralismo y participación. Si fracasa, los regímenes autoritarios se verán afianzados, con gran pesar de las poblaciones: sin duda la mayoría de los regímenes árabes prefieren la segunda opción, incluso si provoca el caos.
Se pueden imaginar dos argumentos: que los regímenes árabes escuchen las reivindicaciones de sus pueblos y comiencen a abrirse políticamente, o que intenten a cualquier precio preservar su poder sin ceder a las demandas de participación política de los ciudadanos.
En la primera eventualidad, el camino estará sembrado de zancadillas. En efecto, tras varias décadas de encierro y represión, los regímenes árabes deben abrirse gradualmente para evitar un choque frontal que podría conducir a su derrocamiento. Teniendo en cuenta la frustración de la población, su apertura democrática tendría que ser lo bastante franca como para que no sea percibida como un engaño, y lo bastante progresiva para no hacer tambalear el sistema político en las tormentas revolucionarias. Ahora bien, el cambio gradual sólo podría llevarse a cabo con habilidad y el concurso de una elite política que no sacrificase ni la estabilidad ni la urgencia de la democratización.
Se observa con escepticismo la capacidad de los regímenes instalados para apelar a esa elite y darle el suficiente poder para que cumpla su misión de apertura. Queda la solución del encierro político. Advertidos por lo sucedido en Túnez, los regímenes autoritarios árabes intentan neutralizar las causas inmediatas de la rebelión, en especial luchando contra la escasez de alimentos de primera necesidad (pan, azúcar, carne, huevos, etc.). Luego dedicándose a aumentar la eficacia de sus servicios de seguridad e inteligencia.
El ejemplo tunecino muestra que se produjo una falla en el sistema de comunicación, dado que internet sirvió de refugio a los opositores, que se contactaban vía You Tube, Twitter, Facebook, etc. El sistema represivo tunecino también sufrió de falta de cooperación entre sus distintos niveles (policía, informadores generales y ejército). Inspirándose entonces en el modelo iraní para aplastar los movimientos sociales, los regímenes árabes aprenden a filtrar internet y censurarlo de ser necesario. En casos extremos, expulsan o confinan a los periodistas extranjeros. Según el modelo de Bassidje (3) en Irán, intentan ahogar las revueltas urbanas cuadriculando los diferentes barrios y estableciendo en ellos cabezas de puente susceptibles de intervenir localmente. En suma, en ese caso se asistiría a una “modernización” y a una “extensión” de los servicios de represión.
Pero tales remedios no inmunizan contra los nuevos tipos de acción colectiva que puedan inventar los próximos movimientos sociales. Las soluciones represivas sólo servirán, en el mejor de los casos, en el corto plazo. Si bien el Movimiento Verde iraní gozó de una gran simpatía en Occidente, no sucedió lo mismo con el levantamiento tunecino. Incluso provocó reacciones a primera vista totalmente inapropiadas. En especial en Francia, país que se mantuvo fiel a la dictadura de Ben Ali hasta el fin. Las otras capitales occidentales, entre ellas Washington, apoyaron a los rebeldes con desgano. Digamos que Occidente no muestra entusiasmo por la democracia en el mundo árabe, a pesar de una retórica algo apasionada. El movimiento tunecino podría brindar la ocasión de cambiar de comportamiento, en particular en París.
Por el contrario, en el mundo árabe –que percibe la colusión con las dictaduras como la continuación de la colonización y el imperialismo por otras vías–, el apoyo a la democratización se percibe como prenda de respeto para sociedades que reprimen regímenes ilegítimos. Si por temor al islamismo radical o por interés, Occidente se obstina en negar ayuda a este tipo de movimiento democrático, al menos podría mantener una neutralidad benévola.
NOTAS:
1 Movimiento de renacimiento cultural y político que apareció a fines del siglo XIX. Mezcla voluntad de reformar el islam y transformar la sociedad. Leer Anna-Laure Dupont, “Nahda, la renaissance arabe”, Manière de voir nº 106, agosto-septiembre 2009.
2 Hittista (de hitt, muro en árabe): desocupado que pasa todo el día apoyado en la pared.
3 Los jóvenes voluntarios del ejército de pasdaranes (cuerpo de guardianes de la revolución islámica).
Traducción: Teresa Garufi
La fuente de estos dos textos es la edición chilena del burgués Le Monde Diplomatique.
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